Recuerdo la primera vez que empaqué mis cosas para una mudanza, y la caja que elegí en ese momento fue mucho más que un simple recipiente de cartón. Era una caja de tamaño mediano, resistente, con un diseño sencillo pero funcional. La llené con libros, ropa y algunos objetos personales, sintiendo una mezcla de nostalgia y emoción por comenzar una nueva etapa en un lugar desconocido. Esa caja se convirtió en mucho más que un contenedor; fue un símbolo de cambio, de crecimiento y de los recuerdos que llevaba consigo.
A lo largo de la mudanza, esa caja resistió golpes y movimientos, demostrando su durabilidad. La sensación de deslizarla por el suelo, de cargarla con esfuerzo pero también con cariño, me hizo entender cuánto valor tiene una simple caja en momentos como esos. Cada marca en su superficie contaba una historia: una etiqueta con mi nombre, una cinta que aseguraba su contenido, una pequeña grieta que había surgido en el camino. Todos esos detalles, aunque pequeños, me ayudaron a recordar que cada cosa tiene su historia y que, en cierto modo, la caja era un espejo de mi propio proceso de cambio.
Cuando finalmente llegué a mi nuevo hogar y abrí la caja, sentí una mezcla de nostalgia y esperanza. Dentro estaban mis pertenencias, pero también estaban los sueños y las expectativas para esta nueva etapa. Esa caja, con sus golpes y marcas, me enseñó que los cambios dejan huellas, pero también abren nuevas posibilidades. Ahora, cada vez que veo una caja de mudanza, pienso en esa experiencia y en cómo, en medio de lo simple, podemos encontrar aprendizajes y recuerdos que nos acompañan en nuestro camino.
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